Por: Natalia Higuera
La Ley 222 de 1995 incorporó un régimen especial para los administradores, que amplió lo previsto en el Código de Comercio sobre su responsabilidad. Sin embargo, y dadas sus particularidades, continúa siendo un tema en el cual se ponen en tensión dos intereses que, precisamente, dan lugar a conflictos. Por un lado, los accionistas esperan una gestión del administrador que resulte beneficiosa para la sociedad. Por otro lado, el administrador que en el desarrollo de esta gestión cuenta con limitaciones y deberes, estatutarios o legales, aunados a los riesgos inherentes que pueden presentarse en los negocios. Ante esta tensión entre accionistas y administradores, se debe buscar que la intervención judicial en las acciones de responsabilidad contra el administrador, no afecte injustificadamente las actividades del representante legal.
¿Qué acciones pueden ejercerse contra el administrador?
La Ley 222 consagra la acción social e individual de responsabilidad; su diferencia radica en quiénes pueden ejercerla y el patrimonio que se protege. La acción social busca que se repare a la sociedad por las acciones y omisiones del administrador, y por ello su ejercicio depende de la decisión mayoritaria de la asamblea. Por su parte, la acción individual puede ejercerse por un socio, acreedor o tercero relacionado con la sociedad, cuyo patrimonio personal se hubiese visto afectado por esta gestión.
¿Qué requisitos tienen estas acciones?
Como cualquier acción de responsabilidad, debe demostrarse: i) la acción u omisión de un administrador en sus deberes legales, estatutarios o contractuales; ii) un daño, y iii) un nexo causal entre la conducta del administrador y el daño causado.
Sobre los deberes del administrador y la diligencia
La Ley 222 trae unos deberes fiduciarios y otros legales. Los primeros corresponden a la buena fe, lealtad y deber de diligencia. Los segundos están establecidos en la ley, entre ellos, los enlistados en el art. 23 de esta misma norma. Ahora, con el deber de diligencia de un buen hombre de negocios, se consagra un estándar para analizar los actos del administrador. Esto en la medida que es una conducta según la cual, el administrador de cara a sus obligaciones legales, estatutarias y contractuales, en razón de su cargo, es un deudor cualificado, que debe obrar con mayor cuidado que una persona promedio en sus negocios, lo cual exige mayor previsión y prudencia en las actuaciones.
Sobre esta diligencia, la Corte Suprema de Justicia[1] ha señalado que ha de matizarse en el ámbito de las decisiones estratégicas y de negocios, en las que el estándar del buen hombre de negocios se entiende cumplido, cuando ellas se han adoptado de buena fe, sin interés personal, y con información suficiente. Esto implica que, los resultados negativos de la actividad de la empresa o del acto, no necesariamente llevan a una responsabilidad del administrador.
En este punto, es importante hacer referencia a la regla de discrecionalidad, según la cual:
“(…) los jueces suelen abstenerse de auscultar las decisiones adoptadas por los administradores en el ejercicio objetivo de su juicio de negocios. Este respeto judicial por el criterio de los administradores busca que tales funcionarios cuenten con suficiente discreción para asumir riesgos empresariales, sin temor a que su gestión administrativa sea juzgada, a posteriori, por los resultados negativos de sus decisiones.”[2]
Así las cosas, las circunstancias que llevan a un juez a examinar las decisiones que tomen los administradores, son aquellas en las que se acreditan actuaciones ilegales, abusivas o que comprometen la objetividad de las decisiones. Esto considerando que lo que se busca es el equilibrio entre la autonomía con la que debe contar el administrador en la gestión de los negocios de la sociedad y la responsabilidad que debe atribuírsele por el cumplimiento inadecuado de su gestión. Con el respeto judicial al criterio de los administradores, se busca que estos puedan asumir riesgos, sin que sus decisiones sean objeto de cuestionamiento judicial o administrativo, ante un resultado negativo. Sin ello, los administradores carecerían de incentivos para asumir riesgos:
“En síntesis, pues, los administradores no podrían actuar como un ‘buen hombre de negocios’ si las cortes deciden escudriñar todas las decisiones que estos sujetos adopten en desarrollo de la empresa social. Ello no significa, por supuesto, que las actuaciones de los administradores estén exentas de controles legales. Aunque la regla de la discrecionalidad busca que estos funcionarios cuenten con suficiente espacio para conducir los negocios sociales, los administradores no pueden anteponer sus intereses a los de la compañía o sus accionistas. Por ello, como lo ha sostenido esta entidad, hay numerosas razones que podrían justificar un cercano escrutinio judicial de la gestión de los administradores.”[3]
Entonces, solo bajo determinadas circunstancias, el juez debe estudiar con cuidado la conducta de los administradores para establecer si se han provocado perjuicios a la compañía o a los accionistas. Retomando los requisitos para ejercer cualquiera de las acciones judiciales contra un administrador, este será responsable ante la sociedad, socios o terceros, cuando incurra en una acción u omisión, que infrinja alguno de sus deberes. Sumado a esto, el daño generado, deberá configurarse por una gestión de mala fe, que involucre un interés personal, o por ser tomada sin la información suficiente. De lo contrario, cuestionar cada acto del administrador afectaría el curso normal de los negocios de una compañía.
¿A quién corresponde la carga de la prueba?
En este punto debe tenerse en cuenta el deber infringido por el administrador, pues la ley presume la culpa en casos de incumplimiento o extralimitación de las funciones. Así, se requiere –nuevamente- distinguir los deberes fiduciarios de los deberes legales y estatutarios.
Si se trata de los primeros, la carga de la prueba recae sobre el o los accionantes, en la medida en que deben demostrar el elemento subjetivo de dolo o culpa en la que incurrió el administrador. En especial, porque tiene que evidenciarse una conducta contraria a la ley o al estándar de “buen hombre de negocios”. En este escenario, corresponderá a este último acreditar que actuó en cumplimiento de sus deberes, y que realizó todos los actos informado y en beneficio de la sociedad.
Por otro lado, si se está ante un deber legal, dada la presunción de culpa, solo deberá acreditarse por el o los demandantes el daño y el nexo entre este con la conducta del administrador. En otras palabras, que hubo un acto que infringió la norma o no dio cumplimiento al deber, y esto tuvo un efecto para la sociedad, independientemente a si en ello medió dolo o culpa. Por su parte, el administrador deberá demostrar que de acuerdo a la estructura de la empresa o sus funciones, no le correspondía el cumplimiento particular de determinada función.
[1] Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia SC2749 de 2021. Rad. 08001-31-03-005-2012-00109-01.
[2] Superintendencia de Sociedades. Sentencia No. 800-52 del 1 de septiembre de 2014. Citada en Superintendencia de Sociedades. Sentencia expediente 36129. Radicado 2015-06-005144.
[3] Superintendencia de Sociedades. Sentencia expediente 83814. Radicado 2016-01-105496